A las 3:00 de la mañana Gabriel Cadavid, de 54 años, tez oscura, cabello corto, 1,65 metros de altura, delgado y con bigote negro que resalta su rostro acompañando su larga y amarilla sonrisa y arriero de profesión desde los 17 años, despierta luego de 7 horas de sueño en las montañas de El Cedro, en una de las 27 veredas de Girardota.
La oscuridad domina el paisaje girardotano. Y luego de organizarse, tiene que aparejar a Medalla, Calimán y Colorado, sus mulas, una labor complicada que requiere de experiencia y precisión para no lastimar a los animales. El aparejo es un conjunto de correas que se le “monta” al animal para transportar la caña para producir la panela en el Trapiche.
El sabor de la panela más dulce que la que acostumbran a consumir en la ciudad, y su color es más pálido.
El sol irrumpe con fuerza el dominio de la oscura madrugada. Gabriel va al final de la fila, y Francisco, su compañero de trabajo, al frente con una mula. En compañía de ellas y de Chamuco, un perro gordito y negro, van hacia Potrerito, vereda de destino donde los espera la caña. En las verdes montañas, los caballos y reses decoran el paisaje junto a una niebla espesa que, por experiencia, no afecta el caminar de estos jornaleros. En el camino queda rastro de su paso, debido al excremento de las mulas, que no se detienen.
El fango se nota en las botas y en los jeans que usan, incluso el café oscuro de la tierra se muestra en las manos de Gabriel, así como en su camisa. Para las subidas empinadas tienen “mañas” que los ayudan. Agarran la cola de una mula para que los impulsen. Sonidos como un “jecho” y “aupa” hacen a la mula avanzar, mientras que un “Shh” las detiene.
Luego de casi dos kilómetros de riel, piedras y pantano, el trabajo es cargar a las mulas con la caña ya cortada. Doscientos kilos son montados sobre el carruaje de cada uno de los seis animales para destinarse a la máquina y descargar.
Lo dulce de la caña
Tras tardar poco más de hora y media en todo el proceso, tendrían que regresar, siendo cerca de las 6:00 de la mañana. Ahora la caminata costará casi dos horas, debido a la lentitud de las mulas por su peso adicional.
Ya no caminaban por rieles de dos metros de ancho, sino por un camino de tierra de no más de un metro. Las mulas resbalaban de vez en cuando. A las 8:00 de la mañana llegaron al trapiche, hecho de ladrillo, sin pintura y manchado. El humo aparecía sobre montañas de caña. El olor a panela líquida penetraba con fuerza junto a un ruido ensordecedor generado por enormes piñones y la correa de la máquina.
Alrededor de doscientos kilos por mula descargaron Francisco y Gabriel, mientras un hombre recogía la caña molida. A su vez, un joven revolvía el líquido café de los contenedores y lo envasaba en moldes para el producto final.
El sabor de la panela más dulce que la que acostumbran a consumir en la ciudad, y su color es más pálido. Gabriel se despedía por ahora de Francisco a las 8:30 de la mañana. Acercándose a la puerta del trapiche y cogiendo un pedazo de panela, Gabriel buscó a sus tres mulas para emprender el camino a su casa, desayunar y repetir el recorrido, la mitad de la jordana faltaba para recibir 40.000 pesos que recompensan su día.
El arriero y su legado
En Colombia, el campesino es el pilar de la cultura. El arriero ha sido una de sus expresiones más relevantes, tanto como para reflejarse en las leyes. Los artículos del 64 al 66 de la Constitución Política protegen los derechos de los campesinos.
En 2016, casi ocho millones de personas vivían en áreas rurales. Esta cifra ha disminuido con los años, pues en el 2005 la cantidad de habitantes del campo eran más de diez millones, según el DANE. A pesar de la disminución de personas en esta labor, “siempre habrá un rincón en el mundo, donde la ausencia de la tecnología se reemplaza con trabajo duro”, dijo Arnobia Foronda, escritora de la Memoria tradicional de la vereda San Andrés.