Es un día frío, me levanto temprano para llevar a mi esposa al aeropuerto y, al regresar a casa, no logro conciliar el sueño. Después, me preparo y organizo a mi hija para la escuela y la llevo. La mañana ha sido productiva, preparo un café y me dispongo a escribir las primeras noticias del día.
Después de redactar la primera noticia, siento un retumbar en mi estómago. Son casi las 10 de la mañana, y ese pequeño ruido es una señal de que tengo hambre. El hambre es una cuestión de conciencia; una vez que eres consciente de ella, se convierte en un remordimiento, un pecado que necesita ser redimido. El cuerpo no está en paz, uno piensa en el trabajo, pero el estómago anhela una conexión espiritual con huevos, arepas, chocolate o cualquier delicia.
No puedo resistir ese llamado y decido ir a la panadería, llamada «La Espiga de Oro». En el camino, mi boca se hace agua y mis papilas gustativas están listas para saborear una deliciosa avena fría y suave, un poco aguada, junto con un croissant. Incluso considero si sería demasiado glotón añadir un par de buñuelos. Acelero el paso, mi boca produce más saliva y mis expectativas son altas.
Llego al lugar y, para mi desgracia, encuentro un letrero que dice «Hoy no abrimos, disculpen las molestias». Me quedo mirando el anuncio, incrédulo, como si fuera una broma de mal gusto, esperando que de repente las puertas se abran y alguien grite: «¡Es mentira, estamos atendiendo hoy!». Pero eso no sucede.
Me siento confundido, sin saber qué hacer. Todos mis planes se han venido abajo, y lo peor es que solo tengo 8 mil pesos en el bolsillo, y mi celular está fuera de servicio para pagar con QR. Aunque me río irónicamente en mi interior, sé que en Girardota, el comercio no está familiarizado con los QR, y las transacciones electrónicas son una rareza.
A unos 20 metros de mi panadería preferida, recuerdo que hay otra. Llego allí y, para mi sorpresa, veo a algunos camarógrafos de Telemedellín a quienes reconozco. Los saludo y, como no tengo dinero, disimulo y me alejo un poco para comprar mis buñuelos (aunque todavía no sé con qué los acompañaré).
Me siento y una amable joven me pregunta: «¿En qué puedo ayudar al señor?». A mis 42 años, escuchar la palabra «señor» de una joven de unos 28 años me hace sentir como si estuviera en la tercera edad, pero no tengo tiempo para reflexionar sobre el paso del tiempo; solo quiero comer mis buñuelos y volver al trabajo.
Le pregunto: «¿Tienen avena aquí?». Ella responde: «¡Sí, señor! Tenemos avena caleña». La palabra «caleña» me genera un mal presentimiento. En Antioquia, un departamento con un fuerte sentido regionalista, usan la palabra «caleño» para dar un toque exótico a las comidas, aunque sospecho que, en realidad, es para menospreciar la gastronomía de esa hermosa región, ya que muchas cosas con sabor «caleño» resultan ser decepcionantes.
Entonces, pido dos buñuelos y una avena. La mesera responde: «¡Sí, señor, con mucho gusto!». Saco cuatro billetes arrugados de dos mil y miro hacia la catedral, rogando que eso sea suficiente para mi desayuno.
Escucho el sonido de una licuadora, lo cual es extraño en una panadería. Mi corazón se acelera de temor, hasta que veo a la mesera acercarse con un vaso de vidrio grande y dos buñuelos. El vaso, con espuma de canela y un pitillo, está prácticamente a temperatura ambiente, por no decir tibio. Cierro los ojos y pruebo la avena, pero resulta ser un grumo azucarado que sabe como una avena de supermercado: una mezcla desagradable de leche, avena y canela que acompaña a mis buñuelos.
A pesar de la decepción y reprimiendo mi frustración, pido otro vaso con la esperanza de encontrar algo mejor al final de esa supuesta avena. Procedo a verter parte de la mal llamada avena en el vaso vacío. Sin embargo, lamentablemente, resulta ser un grumo homogéneo que deja mucho que desear desde el fondo hasta la superficie. Casi tengo que forzarme a tragar los buñuelos con mi propia saliva. Me alejo de esa panadería, jurándome a mí mismo que nunca volveré y preguntándole a Dios qué he hecho de malo en esta vida.
Por lo tanto, a todos los lectores que aprecian una buena avena, les recomiendo que eviten la panadería ubicada en la esquina frente al Banco de Bogotá en Girardota. También, si planean visitar el pueblo, es importante que traigan efectivo, ya que en ningún establecimiento de este municipio los comerciantes están familiarizados con las transacciones electrónicas y, si no tienen datos móviles, deben tener en cuenta que en ningún local les proporcionarán acceso al wifi.