12 de octubre del 2025

Ni en Gaza ni en Colombia la violencia es opción

El reciente acuerdo de paz alcanzado en Gaza nos recuerda que incluso en los escenarios más destruidos por la guerra y el dolor humano, el camino del diálogo sigue siendo la única vía legítima

El reciente acuerdo de paz alcanzado en Gaza nos recuerda que incluso en los escenarios más destruidos por la guerra y el dolor humano, el camino del diálogo sigue siendo la única vía legítima y sostenibles para construir un futuro distinto. La violencia armada, cuando se prolonga y se enquista en las dinámicas sociales, genera heridas que atraviesan generaciones enteras y deja a niñas, niños y adolescentes expuestos a una realidad marcada por la pérdida, la precariedad y la desesperanza.

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Colombia conoce bien esa experiencia. Durante casi medio siglo nuestro país ha buscado salidas dialogadas a los conflictos armados que han desangrado a la sociedad, han fragmentado comunidades y ha golpeado de manera desproporcionada a los más jóvenes y a los más empobrecidos. Los acuerdos de paz firmados en 2016 con las FARC-EP y los actuales esfuerzos de diálogo con otros actores armados muestran que la violencia armada nunca es eterna y que, pese a los obstáculos, la palabra puede abrir caminos de respeto y reconciliación.

Aunque estos procesos no son perfectos, sus abordajes que son motivo de polarización y enfrentan incumplimientos y retrocesos, constituyen una enseñanza fundamental. Solo a través de la negociación política o para el sometimiento a la justicia, de la escucha mutua y de la acción integral para transformar las causas estructurales, es posible romper los ciclos de violencia y acercarnos a un horizonte de paz verdadera. El diálogo significa estar dispuestos a incluir al otro y a la otra, con sus derechos y sus deberes, aceptar que ninguna verdad es absoluta y que el reconocimiento mutuo es la base de la convivencia.

La comparación con Gaza nos permite ver que los contextos pueden ser diferentes, pero los principios que sostienen la paz son universales. La dignidad humana, la justicia, la equidad y el reconocimiento del otro, por muy diferente que sea y tal vez por esta, como interlocutor legítimo son la base para construir sociedades que dejen atrás el horror de la violencia, la pobreza y la exclusión. En ambos caso no lo que está en juego no es solo el cese de la violencia armada, sino la posibilidad de que las generaciones presentes y futuras vivan con esperanza y en condiciones de respeto a la vida.

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En medio de las balas y las bombas, los niños, niñas y adolescentes se han convertido en el rostro más inocente y a la vez más herido. La infancia colombiana ha cargado con el peso del desplazamiento, el reclutamiento forzado, el hambre y el miedo. En Gaza la niñez sobrevive entre escombros, carencias y duelos prematuros. El sufrimiento de los más pequeños es la prueba más dolorosa de que ninguna causa justifica la destrucción de la vida. Frente a esa realidad, la solidaridad no puede depender de fronteras ni de identidades nacionales. Reconocer el dolor de la infancia en Palestina o en cualquier otro lugar del mundo es también un acto de humanidad que nos compromete a ampliar la mirada y a fortalecer la empatía global.

En esta tarea las organizaciones de la sociedad civil han mostrado un papel fundamental. Mientras los Estados permanecen atados a cálculos geopolíticos, hombre y mujeres han decidido arriesgar su libertad y su seguridad para llevar esperanza. El ejemplo de quienes se atrevieron a embarcarse rumbo a Palestina para entregar ayuda humanitaria y romper los cercos es una señal poderosa de que la solidaridad no es un discurso vacío. Es acción concreta, es valentía y sobre todo es resistencia pacífica que desafía la indiferencia y denuncia los bloqueos que condenan a pueblos enteros al sufrimiento. Esa misma audacia es la que necesitamos multiplicar en todas las latitudes, incluida Colombia, donde también se requiere que la sociedad civil fortalezca su coordinación, se movilice y defienda la vida frente a los estragos de la violencia armada.

Defender la vida de la niñez y la adolescencia significa también cuestionar las estructuras de violencia que se reproducen en nuestros propios territorios. No basta con denunciar las masacres y los asesinatos de líderes sociales, ni con lamentar las guerras en escenarios lejanos. Es necesario reconocer que en Colombia persisten múltiples violencias que afectan a la infancia y a la juventud. La pobreza, el abandono estatal, la falta de acceso a la educación de calidad y a la salud preventiva son expresiones de una violencia estructural que exige ser transformada con decisión política y con compromiso ciudadano.

La guerra no ofrece victorias duraderas y solo deja pérdidas que se acumulan en la memoria de los pueblos. El diálogo, aunque frágil y complejo, abre caminos para la reconciliación, para la inclusión y para la esperanza. Gaza y Colombia nos recuerdan que es posible abrir puertas incluso cuando todo parece estar cerrado. La convicción de persistir en la ruta de la paz debe guiar las acciones de los Estados, de las organizaciones sociales y de la comunidad internacional. Esa misma convicción nos debe llevar a abrazar con solidaridad a todas las infancias del mundo, porque la humanidad será juzgada por la manera en que tratamos a quienes más necesitan cuidado, ternura y amor en medio de la adversidad.

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<H2><a href="https://www.antioquiacritica.com/author/daniel-largo/" target="_self">Daniel Largo</a></H2>

Daniel Largo

Soy un sociólogo apasionado por la comprensión de las sociedades modernas; mi enfoque es humanista, y este se ve reflejado en mi compromiso con los derechos humanos. Analizo hechos sociales, especialmente en el ámbito político y electoral.

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