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Perezoso corantioquia

29 de octubre del 2024

Llovizna en la Montaña

Tal vez la solución sea aceptar nuestro nulo control sobre la vida: no hay rutinas, tiempos, ni garantías.

Nos despedimos también del frío que se siente atravesando las pieles de la montaña, de los habitantes regados en las cúspides, en los valles, en los cerros. Pero, ¿cómo podríamos definir un orden a los deberes que se modifican por esta lluvia, si acaso en la arbitrariedad de esta vida nuestra no sucumbe a las rígidas tablas del tiempo que nos organizan los días a cumplir? A cumplir con la responsabilidad, cumplir con el trabajo, cumplir con los pedacitos de esfuerzo que se acumulan uno tras otro para dar forma al propio futuro nuestro.

En el clima intransigente, radical, indiferente a las normalidades de la vida inventada del hombre, que no nos reconoce, que no sabe de las necesidades obligadas de los cuerpos que se mueven entre las calles, los muros, los anhelos. Y entonces aquí llueve, y se mojan las casas, se inundan las alcantarillas por los desperdicios, el río crece y se manifiesta en su acomodación urbanística; y la frondosa vida verde de Medellín agrace al cielo el milagro del alimento, alimento que se transforma en cercanía buscada para abatir el frío en las camas repletas de cobijas guardadas unos meses antes, donde era el sol y el calor los marcaban los compases de la cotidianidad nuestra.

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Y el agua se impregna en la piel y obliga a trasformar el camino al trabajo, a modificar el transporte, a volcar todo lo que esta rígidamente planeado y establecido para ir siempre en una sola dirección. Pero la vida no conoce de direcciones, ni de estándares, ni da nada de lo que nosotros hayamos inventado. Pero necesitamos una rigidez, un esbozo predestinado que nos diga hacia dónde debemos movernos sin la necesidad de pensar mucho en el proceso, sino que establezca una ruta fija inmutable; pero nada en la realidad es inmutable, todo es contingencia. Y aparece sobre nosotros el peso del descontrol empedernido que no sigue ruta destinada, nos hace buscar nuevas soluciones que reacomoden otra vez todo. Pero aquí nada se puede acomodar a nuestro capricho. Como una lluvia que forma el taco, como una lluvia que ablanda la tierra hacia abajo, como una lluvia que ejerce el cubrimiento del cuerpo y persigue el calor del otro cuerpo amado para acabar el entumecimiento; como una lluvia que electriza al metro y paraliza todo lo que el cuerpo trabajador requiere: cumplimiento y descanso en el cuerpo nuestro.

Entonces viene la frustración, el desespero, el lenguaje mordaz nacido en las oleadas de cuerpos en lento movimiento que maldicen la contingencia de la vida. Y vienen las preguntas de por qué, de cómo. Y las culpas a los altos dirigentes de esta ciudad aparecen con tajante contundencia, porque son ellos los que crean y exigen el cumplimiento de esa rutina predestinada e ilusa del cuerpo trabajador que al final es el cuerpo mismo de la ciudad. Tal vez la posible solución a la desesperante mutación del instante del tiempo sea la aceptación de nuestro nulo control de la vida: porque no hay rutinas, ni tiempos, ni transporte, ni nada que pueda garantizarnos la imposibilidad de perder el rumbo, de no cumplir con lo obligado, de tener que paralizarnos en la multitud de los cuerpos trabajadores que no se les es permitido la parálisis porque hay que cumplir. Pero el agua del cielo nos obliga a detenernos. Y tal vez solo hay que atajar el cuerpo ante esta lluvia también nuestra.

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<H2><a href="https://www.antioquiacritica.com/author/luisaf/" target="_self">Luisa Fernanda González Suárez</a></H2>

Luisa Fernanda González Suárez

Soy Luisa Fernanda González, estudiante de filosofía en la Universidad de Antioquia. Siento un profundo aprecio por lo cotidiano, lo experiencial, con una relación de lo ético y lo social, donde el territorio y lo humano se forman incluso en la palabra escrita.
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