Hoy todos hablan de salud mental… mañana volvemos a callar
La salud mental no puede seguir tratándose como una cifra, un indicador o un logro administrativo. No es una meta de gestión ni un punto en un plan de desarrollo: es la diferencia entre vivir o apenas resistir. Cuidar la mente es tan vital como cuidar el corazón o los pulmones, y eso requiere humanidad antes que estadísticas.
Cada 10 de octubre, las redes se llenan de mensajes sobre salud mental. Frases inspiradoras, corazones verdes, campañas con fotos sonrientes y hashtags como #NoEstásSolo o #HablemosDeSaludMental. Durante 24 horas el tema se vuelve tendencia. Todos opinan, todos comparten, todos “concientizan”. Y al día siguiente, silencio. Volvemos a la rutina, al estrés, a las jornadas que no dan tregua, a fingir que estamos bien mientras el cansancio nos pasa factura.
La salud mental no puede seguir siendo un tema de moda ni un eslogan de un día
Es una urgencia colectiva que atraviesa nuestra cotidianidad: las aulas, los hogares, las oficinas, las calles. Es la conversación que deberíamos tener todos los días, no solo cuando el calendario o una organización internacional nos lo recuerdan.
Según la Organización Mundial de la Salud, más de mil millones de personas en el mundo viven con algún trastorno mental. Solo la depresión y la ansiedad cuestan globalmente cerca de un billón de dólares al año en pérdida de productividad. En Colombia, las cifras son igualmente alarmantes: las muertes asociadas a trastornos mentales y del comportamiento pasaron de 328 en 2008 a 6.593 en 2024, un incremento de casi 1.900 %, según datos recientes. Detrás de cada número hay un rostro, una historia, una familia que intenta entender por qué el dolor emocional sigue siendo tan invisible.
Y aun así, el país invierte menos del 2 % del presupuesto nacional de salud en salud mental. En muchas regiones rurales, ni siquiera hay psicólogos disponibles. En otras, pedir ayuda sigue siendo sinónimo de debilidad. La cultura de la “fortaleza” sigue pesando más que la del cuidado.
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Mientras tanto, la vida cotidiana se ha convertido en una máquina que exprime. Se exige productividad constante, conexión permanente, rendimiento impecable. El agotamiento se disfraza de éxito y el silencio de autocontrol. Así, poco a poco, la salud mental se erosiona, no por falta de conocimiento, sino por exceso de indiferencia.
Sin embargo, en medio de esa realidad también brotan luces. Existen comunidades que han decidido romper el ciclo de la indiferencia. En barrios, veredas, colegios y clubes, hay personas que entienden que la salud mental se defiende en plural. Que no se trata solo de hablar, sino de hacer. De construir entornos donde pedir ayuda no sea motivo de vergüenza. Donde cuidar la mente sea tan natural como cuidar el cuerpo.
Pensemos en los vecinos que se reúnen para caminar juntos, en los grupos de mujeres que se acompañan emocionalmente después de largas jornadas, en los jóvenes que impulsan espacios de escucha en sus colegios, en los clubes que promueven la empatía a través del deporte y el arte. Ahí, en esos gestos sencillos, está el verdadero cambio. La salud mental no se salva con discursos, sino con vínculos.
Porque hablar de salud mental no es hablar solo de enfermedad. Es hablar de relaciones humanas, de pertenencia, de cómo nos tratamos y cómo nos cuidamos. Es entender que el bienestar emocional se construye con cercanía, respeto y empatía. Que la comunidad puede sanar tanto como la terapia. Que un saludo, una llamada o una conversación sincera pueden ser más transformadores que cualquier campaña institucional.
La pandemia nos enseñó, con dureza, que somos vulnerables y que necesitamos del otro. Durante ese tiempo aprendimos a mirar el bienestar desde otro lugar: menos rendimiento, más conexión. Pero apenas volvió la normalidad, también volvió el olvido. Volvimos a medir nuestro valor por la productividad, a confundir agotamiento con compromiso, a guardar silencio otra vez.

La salud mental exige constancia, empatía y decisiones reales, no solo estrategias que suenen bien en los reportes.
Cuidar la salud mental no significa eliminar el dolor, sino aprender a acompañarlo. Significa entender que sentir tristeza o ansiedad no es un fallo, sino parte de la experiencia humana. Y que pedir ayuda es un acto de valentía, no de derrota. Significa también que como sociedad debemos crear las condiciones para que cada persona pueda hacerlo sin miedo.
El reto está en transformar la empatía digital en acción real. En pasar del “publicar por un día” al “cuidar todos los días”. Porque la salud mental no se resuelve con un post bonito, sino con políticas públicas serias, con entornos laborales saludables, con familias que escuchan, con comunidades que acompañan.

Cuidar la mente es tan vital como cuidar el corazón o los pulmones, y eso requiere humanidad antes que estadísticas.
Necesitamos menos discursos y más coherencia. Que los gobiernos inviertan en prevención, que las escuelas hablen de emociones, que los medios informen con responsabilidad y que las empresas promuevan el descanso y la dignidad. Pero la salud mental no puede seguir tratándose como una cifra, un indicador o un logro administrativo. No es una meta de gestión ni un punto en un plan de desarrollo: es la diferencia entre vivir o apenas resistir. Cuidar la mente es tan vital como cuidar el corazón o los pulmones, y eso requiere humanidad antes que estadísticas.
La salud mental no se celebra un 10 de octubre. Se construye los 364 días restantes, en cada gesto que prioriza la vida sobre la apariencia.
Porque de nada sirve publicar “no estás solo” si seguimos sin mirar al lado.
Porque la verdadera conciencia no se comparte: SE PRACTICA.