Corría la época en que me hallaba atrincherado en mi penúltimo empleo, y como un moderno Prometeo, me había comprometido con tres amigos a agasajarlos con un festín culinario a cargo de mi último salario. No obstante, lo que ellos ignoraban era que el tan anhelado pago se hallaba extraviado en las penumbras burocráticas, ¡y dos meses se consumieron antes de que este arribara! Este insólito retraso, el cual podría haber sido escrito por los dioses del absurdo, preanunciaba una crónica que oscilaría entre el cómic y el drama.
El día de la redención por fin llegó, pero yo, en medio de mis deberes laborales y persiguiendo quimeras, me encontré en un desdén que me imposibilitaba unirme a la festividad y al convite que mis amigos aguardaban. Fue entonces cuando, cual epifanía en medio de un vendaval de pizza y jamón, se me ocurrió la solución: ¿por qué no invitarlos a devorar una pizza hawaiana? Después de todo, nos habíamos vuelto adictos a la amalgama de piña y jamón.
Pero el pago retrasado, la invitación demorada y mi amigo, el destinatario de la consignación, quien se había convertido en un hombre de faena y responsabilidades, enfrentó un laberinto tecnológico al intentar ordenar la pizza. En su desesperación, buscó la aplicación «Dydy Fud» en la tienda de aplicaciones, cuando, en realidad, se trataba de «Didi Food». La combinación de estos percances gestaba un desenlace que coqueteaba con lo trágico.
No obstante, lo que el lector desconoce y a lo que me referiré como un «spoiler» adelantado, es que la odisea que estaba a punto de desarrollarse tenía su raíz en una peculiar razón: unos pocos gramos de coca, que habían convertido ese día en una montaña rusa de absurdos.
Al no encontrar la pizzería de nuestra preferencia, mi amigo, en un acto de decisión audaz, optó por solicitar arepas rellenas, esas que ostentan el pomposo nombre de «Arepas Rellenas de Amor», aunque, para ser honestos, contenían todo menos amor: carne desmechada, chorizo, chicharrón, hogao, queso fundido y guacamole. Pero, oh ironía suprema, ¡las arepas también hicieron esperar su entrada!
Las arepas que finalmente arribaron estaban incompletas, y mi amigo se sacrificó al distribuir las porciones restantes entre los demás, no sin antes informarme que él, en efecto, saborearía su arepa el viernes, postergando su deleite para el último día laborable de la semana. Después de todo, una invitación a comer es una invitación, ¿no?
Sin embargo, la falta de comunicación desencadenó un inesperado episodio de acritud entre amigos. Uno de ellos, en un acto de protesta que podría considerarse exagerado, arrojó un billete al suelo en señal de desaprobación. Las mentes de ambos hombres, inflamadas por la frustración, tramaban venganzas dignas de una ópera italiana. No obstante, se abstuvieron de llevar a cabo sus maquinaciones, conscientes de que sus lúgubres planes no podrían escapar a las omnipresentes cámaras de vigilancia. Sus mentes, ebullentes, no estaban precisamente concentradas en el trabajo, lo que resultó en un intercambio de palabras en el que uno tildó al otro de «indelicado».
Así, casi como en un sueño febril, estuvimos a punto de presenciar una confrontación mortal en una sala de dos por dos. Sin embargo, hasta la fecha, la única hostilidad palpable entre estos dos amigos se manifiesta en miradas recelosas y maldiciones mentales lanzadas a escondidas.
Debo aclarar, en honor a la transparencia, que el amigo encargado de gestionar la pizza y posteriormente las arepas, no pudo comer en ese día fatídico debido a que llevaba consigo una cantidad apreciable de coca para su jornada laboral, calculo que rondaba los 500 gramos de ede alimentos.
De este modo, por causa de una pizza y una comunicación defectuosa, estuvimos al borde de presenciar una trágica epopeya que podría haber concluido con las sirenas de las ambulancias y los patrulleros resonando como una banda sonora dantesca. Prometo, para la próxima, llevaré tanto la pizza como la Coca-Cola, en un intento desesperado por evitar cualquier estallido de violencia.