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Aquella Voz

-Todo está mal, todo está mal. ¡Te lo dije! Te dije que todo estaba mal-

-Todo está mal, todo está mal. ¡Te lo dije! Te dije que todo estaba mal-

-Ya cállate ¿qué no ves que estoy ocupado? –

Siempre estás ocupado. Siempre haciendo algo, por eso nunca te das cuenta que todo está mal

– ¡Nada está mal! Déjame hacerlo. Lo estoy intentando- Gritó dando una patada a la pared.

– ¡Michael! – dijo su madre mientras caminaba a la habitación. Se paró justo en la entrada, con esa sonrisa que lo podía hacer olvidar todo. ¿Qué importaba si todo estaba mal? Con esa sonrisa podía solucionarse.

-Mira mamá, ya estoy listo para ir al colegio- Dijo mientras levantaba las manos y sonreía como finalizando un número musical.

– ¡Pero que guapo estás! Sólo déjame componer un poco la camisa- Dijo amablemente mientras arreglaba su lamentable intento de abotonarla.

-Te lo dije. Todo estaba mal. Todo siempre está mal

– ¿Qué pasa, cariño? – Preguntó mientras acariciaba su cabello

-Nada mamá, todo está bien. ¿Podemos irnos ya? – Preguntó un poco ansioso

-Todo está mal. Ya deberías saberlo

– ¡Vamos, mamá! ¡El último en salir es un huevo podrido! – Dijo mientras corría hacia la puerta. Su madre lo siguió, siempre se mostraba alegre frente a él, aunque la preocupaba que fuera un poco distraído. Michael tenía ocho años, pero a veces se comportaba como un niño de cuatro. Lo había descubierto algunas veces hablando con un amigo imaginario. Pero nunca se lo mencionó.

Llegaron al colegio. Michael, como de costumbre, se despidió con un fuerte abrazo y entró corriendo hacia su salón. Allí, a pesar de ser uno de los más altos de su clase, era el único al que todos los demás molestaban. Su madre pensaba que entraba feliz. La verdad es que temía llegar después que los brabucones. Aquella voz seguía rondando su cabeza, no importa si el día iba perfecto. Siempre le seguía repitiendo lo mal que estaba todo.

El final del día era la peor parte. Si el profesor salía antes, sus compañeros corrían en manada hacia él. Se sentía como un ratón indefenso en medio de águilas. Por eso aprendió a pedir permiso cinco minutos antes para ir al baño y desde allí esperar la campana de salida. Era como un ruidoso sonido hacia la libertad. De nuevo podía ver la sonrisa de su madre. Siempre estaba allí, esperándolo con un abrazo que callaba la voz por un segundo. De vuelta en casa, pasaban la tarde entre juegos y risas. Disfrutaban cada momento. Hasta que la noche llegaba.

La noche siempre venía con él. En cuanto oscurecía la puerta sonaba. Tres golpes fuertes y secos, que debían ser respondidos en el menor tiempo o habría consecuencias. Cada vez que escuchaba aquel retumbo, se estremecía por completo. Instintivamente corría hacia su habitación. Su madre perdía la sonrisa amable que siempre llevaba. Su rostro se tornaba gris. Oscuro. No le gustaba esa versión de ella.

-Todo está mal. Todo está mal. Lo sabes ¿Verdad? –

-Si, lo sé. Todo está mal – A veces, se descubría repitiendo las palabras de aquella voz. Por eso sentía que debía estar alerta. -Si mamá puede hacerlo. Yo también puedo. Ella me dice que soy valiente- pensaba, intentando contrarrestar aquel sentimiento que poco a poco, día a día se apoderaba de él.

– ¿Y la cena? – Eran sus primeras palabras cuando abrían la puerta.

-Está en la mesa. Ya la serví- Siempre el mismo diálogo. Pero cada día era una prueba. Era como jugar a la ruleta. Si la cena estaba bien, todo transcurría con tranquilidad. Si no era así, comenzaba todo. Aquel día la cena no era lo que esperaba.

-Todo está mal. Todo está mal- Seguía repitiéndole su cabeza. Cuando intentaba ignorarla, perecía que gritaran en su interior. Era molesto, se sentía aturdido. Por eso aprendió a no hacerlo. Sólo rechazaba aquellas palabras buscando las cosas buenas que pudieron pasar.

– ¿Qué es esto, mujer? ¡Me paso todo el día trabajando para venir a comer y con esta miseria me recibes! – Comenzó a gritar. Michael ya había aprendido.  -Cuando papá se enoja. Es una señal para jugar a las escondidas. Entras al closet y allí me esperas- Eran las instrucciones que su madre le había dado.

Cuando escuchó aquel grito, soltó sus crayolas, dejó su cuaderno de dibujo a un lado y corrió al closet. Aquellas escenas eran tan constantes que ya tenía un rincón preferido en el que esperaba mientras jugaba. ¡Sus juguetes! Había olvidado tomar alguno antes de esconderse.

-Tal vez si salgo despacio no se darán cuenta… ¡Eso es! Soy un ninja. Como los de la TV del otro día- Se dijo, antes de prepararse para salir sigilosamente. Pero olvidó algo importante. Aquella tarde estuvo construyendo un fuerte en la sala con su madre. Allí dejó todos sus juguetes

-Tal vez puedo arriesgarme… Soy un buen ninja- Dijo mientras se cubría la boca con malicia para que su risa no la escucharan.

Abrió la puerta de su habitación. Sólo un poco. Caminó en puntitas por el pasillo. Recostado a la pared, como había visto en la película. Cuando estaba por llegar a la sala, se agachó y se arrastró como una serpiente. En su mente, era el ninja más talentoso que había existido. Moría de ganas por contarle esta aventura a su madre el día siguiente. – ¡Se reirá muchísimo! Tengo que hacerlo bien para que mañana me vea hacer como serpiente- Pensó mientras sonrió.

Estaba tan sumido en sus pensamientos que no se dio cuenta que había llegado al comedor. Desde allí se veía la sala. Pero también se veía a su padre enfurecido. ¡Estaba tan enojado! Siempre pensó que los ruidos que venían con los gritos eran porque lo buscaban por todas partes. Nunca pensó que su aventura lo llevaría a ver como su padre enterró un cuchillo en el pecho de su madre.

Un líquido oscuro salió de su pecho, casi al instante. Su madre cayó al suelo, todo parecía estar en cámara lenta. Fue el segundo más largo de su vida. Tantas cosas pasaron por su cabeza mientras todo ocurría. Su padre soltó el cuchillo. Se arrodilló. La abrazó y comenzó a llorar mientras decía- ¿por qué me obligaste a esto? ¿Por qué nos hiciste esto?

-Te dije que todo estaba mal. Ahora dime ¿No harás nada? – Por primera vez no le importó hacer caso a lo que decía la voz. Al contrario. Había tanta furia en él que se convenció que nada podría volver a estar bien. Miró a sus pies. El cuchillo había caído cerca. En un segundo, sin pensar, casi sin ser dueño de sus actos. Lo tomó con ambas manos y lo clavo en la espalda de su papá.

El golpe hizo que su padre cayera de costado, levantó la mirada furioso, pero antes de que pudiera hacer algo, clavó de nuevo el cuchillo. Esta vez en su pecho. – ¿Por qué me obligaste a esto? ¿Por qué nos hiciste esto? – Le dijo mientras lo miraba.

Aquella mirada fue tan fría y distante. No había nada en sus ojos. Estaba completamente vacío. La voz que siempre lo acompañaba se apoderó de sus actos. -Tal vez eso mismo le pasó a su papá. Sólo se dejó llevar por lo que decía su voz- Reflexionó un poco mientras lo miraba desangrarse.

Tal vez ahora no esté tan mal… ¿Aprendiste? –

-Lo hice- Dijo, mientras se acomodaba en el regazo de la que fue su madre, para descansar un poco.

 

<H2><a href="https://www.antioquiacritica.com/author/anarojas/" target="_self">Ana María Rojas Castañeda</a></H2>

Ana María Rojas Castañeda

Abogada de profesión. Aficionada a la literatura por pasión. Escribo pensando historias que quiero transmitir, que espero que alguien conozca y logre disfrutar
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